Café Irlandés
Ella grita. Cuando la gente discute suele haber dos extremos bien diferenciados. Ella, es de las que gritan; del bando que asocia la discusión al desahogo, a la catarsis, a la purga de la molestia. Él, es de la otra parte, de los pesimistas que creen que las discusiones son en realidad una negociación emocional, una especie farsa, de obra teatral, que cuando termina todos se van satisfechos, pero por ser espectadores de la ficción; de lo irreal; de la fantasía de la promesa. Ella grita, le reclama, le ruega atención, únicamente para que él haga su parte: Poner esa mirada de atentas pupilas distraídas. Se sentía orgulloso de esa mirada, la practicó en los últimos tiempos tanto, que lo salvaba siempre. Eran esos ojos que parecían comprenderlo todo, pero que tras el telón de sus parpados solo existía un egocéntrico vacío de dispersión, evocado en cada pestañeo. El bar quedaba a diez minutos de su casa, pero al ritmo del drama, de lo que fue su casa. Por suerte era temprano y no había testigos. Más allá de los gritos y las miradas desatentas, saben que ese es el final de su película aburrida, que tuvo un buen tráiler; un comienzo espectacular en el que los guionistas se quedaron sin emociones. Por esa razón están ahí, ya que cuando un espectáculo es malo, uno se queda hasta final, simplemente por la satisfacción sadomasoquista que nos da el libranos de lo insípido, de lo molesto.
El camarero interrumpe desesperado para marcar el final del primer acto o, del primer round. Ella, café cortado, de los sencillos pero exquisitos; él, café irlandés, exótico, pero de gusto particular; Bendito sea ese joven que se despidió con una sonrisa arbitral para ambos, a pesar de que hay brisas que no detienen al huracán. Ella jamás había entendido sus gustos ¿Qué era eso de café con whisky? Él siempre le explico detalladamente la diferencia y la explosión gustativa de la nata fresca, para después deleitarse con el ardor del café, potenciado por el elixir escoces. Por eso odiaba sus cortados, no toleraba sus gustos simplistas; sencillos, ordinarios y entonces empezó el segundo acto, volviendo los gritos, las excusas, el escándalo.
El café se enfrió. El pálido corazón de crema del cortado se consumía en el fondo de un café vacío y frío. El irlandés por su lado sedimenta el whisky, haciendo que el final del vaso sea intomable. Parecían elementos de utilería, ninguno probó de su taza. Ella gritó para el desenlace de aquella dramática farsa amorosa; seguramente se compraría un expreso rápido para llevar. Él se quedó, divagante, distraído; obnubilando en el verdadero significado de las cosas simples y en lo que implican los nuevos cambios. No probó el café, pero pidió otro. Tristemente, irlandés, como siempre.